sábado, noviembre 15, 2008

El golpe de efecto


Trascribo artículo de Carlos Tanco titulado El Golpe de efecto cuya lectura me recomendó Daniel.

Parece imprescindible dar un golpe de efecto para que el mensaje llegue a destino. Un sacudón que lo saque del mar de estímulos y lo haga sobresalir.

No hay novedad en esto que digo. Quizás debería gritarlo subido al techo del Palacio Salvo disfrazado de Batman, o colgarme de un gancho de carnicería mientras escribo y me saco una foto con un cartel en la frente que diga “¿bajó la carne?”.

El golpe de efecto se está pareciendo más a una adicción colectiva que a un recurso. Ya como recurso era por demás cuestionable, mucho peor es su uso compulsivo. ¿Por qué nos hicimos adictos a ese atajo, a ese engaño que, supuestamente y en el más cándido de los casos, trae buenos fines?

El golpe de efecto reduce el pensamiento a un estímulo, acorta la conciencia, cambia la reflexión por el escalofrío, y parece validar la vieja y asquerosa frase: el fin justifica los medios. Pero ni siquiera se agota ahí: el golpe de efecto narcotiza.

Un ejemplo burdo: supongamos, dejando cualquier nacionalismo de lado, relegando incluso la discusión de fondo, que el mensaje “las papeleras contaminan” era importante para todos; supongamos que era redondamente cierto y vital. ¿La forma de Green Peace de llevárselo al mundo, con una mina en pelotas entre medio de los presidentes, no lo invalida? ¿No saca de tono y carril al mensaje, que haya sido dicho por ese medio? ¿Cómo se puede pretender seriedad al recibir un mensaje que es banalizado de esa forma por sus mismos promotores?

Un culo muestra un cartel que dice “Las papeleras contaminan”. Un porcentaje de la gente hablará del contenido del mensaje, otro hablará desde la ofensa nacional, y todos hablarán, aunque sea al pasar, de lo esencial en todo esto: del “pero qué bien que la hicieron”. El medio se comió al mensaje. El discurso, la discusión, o la idea, quedó asomando apenitas, atrás del fuerte resplandor que dejó el golpe de efecto.

Nota de anacronismo: ¡jo! Había empezado a escribir esto antes de que apareciera la segunda muchacha, esta vez con el cuerpo pintado y en la feria de no sé qué cosa turística argentina, donde Uruguay tiene un stand. Pues esta vez no funcionó. La apuesta fue mucho más barata (vergonzante de tan pobre), es cierto, pero a lo mejor la repetición también incidió en su intrascendencia. Ni siquiera tuvo más renglones que el viejo demente/legalista que quiere cruzar el puente y es nuestro héroe nacional de conveniencia instantáneo (siempre encontramos uno, le echamos agua, revolvemos y zás, ahí está: nuestro héroe nacional de conveniencia instantáneo pronto para salir en las noticias).

El ejemplo era fácil. Ahora, cambiemos de foco y vayamos a la violencia doméstica: fotos de mujeres agredidas inundando la ciudad. La causa la compartimos todos, pero el golpe de efecto aparece otra vez. La opresión constante, el latigazo a la conciencia, la violencia mental, el ruido ensordecedor, el megáfono en la oreja. Sigo viaje: el bebé fumando un pucho en la parada, las mujeres embarazadas gritando “asesinos” a los que quieren legalizar el aborto, el tipo que me para por la calle y me dice “vas a firmar para anular esa ley asquerosa de impunidad para los asesinos de la dictadura”, casi sin signos de interrogación, casi sin darme tiempo a pensar. No hay que dejar pensar, hay que atacar, esa parece ser la consigna.

La excusa es que si no se hace con esas formas, la gente lo pasa por alto, no se entera. ¿Cuántas veces se puede golpear un cuerpo antes de que se entumezca? ¿Cuántas veces resiste el cerebro los golpes de efecto sin terminar por acostumbrarse a ellos y transformarlos en el paisaje habitual? Hay algo que se atrofia en el mar de agresiones mentales. Al igual que el oído, cuando deja de reconocer ondas sonoras que escapan a su percepción debido a que ya no tiene la costumbre de escucharlas, así imagino que estará nuestro cerebro. Entonces, en algún momento podría venir lo peor: dejaremos de reconocer las aristas más sutiles y menos burdas de la comunicación.

No creo que mucha gente pare de fumar por ver a ese bebé con un cigarrillo en la boca. Sin embargo, sí creo que la gente puede empezar a no percibir otra cosa que no sea la comunicación en esos términos de obviedad grotesca, de impacto casi estúpido. Son mensajes para autistas, agreden al mismo tiempo que comunican. Sacuden a la manera de un choque de electricidad en la cabeza. Desprecian cualquier signo de complejidad. Bastaría hacer un repaso por la feroz y rudimentaria forma de comunicación que tenemos al alcance, para generar la hipótesis de que se nos atrofió la comprensión lectora para siempre.

Sigo buscando imágenes en mi cabeza.

La teatralización latinoamericana, en toda su extensión. Correa, Uribe y Chávez, como si fuera La Hora de los Deportes. El campamento de boyscouts con Kirchner a la cabeza esperando a Ingrid mientras se espantaban los mosquitos de la cara. ¡Ingrid y su rescate fílmico! Cobos y su voto de final de película yanqui, cuando el héroe dice las palabras justas con exasperantes pausas melodramáticas (creo recordar hasta un “aplauso progresivo”). Cotugno amenazando a los legisladores con su excomunión. Los informativos agregan música de fondo a los 20 minutos diarios de noticias policiales, para inducir la emoción, no sea cosa que las imágenes de la niña violada no sean suficientemente potentes. La Teletón que se parece a Bailando por un Sueño, y muestra ojerosos y cansados a sus conductores sobre el final, como para llevar a lo épico-efectista el momento en que se alcanza o no la plata buscada.

Todo se empasta en el golpe de efecto. Ni siquiera la inquietud de lo inverosímil importa. Si no se ve desde bien lejos y se entiende fácil, es que no pasó. Y cuanta más gente lo reciba, más pasó, más real es.

Del otro lado, mientras el bombardeo transcurre, se genera una obsesión: la necesidad de encontrar la adrenalina que produce la impresión. Una ansiedad que sólo es saciada con otro de esos golpes de efecto, y la cadena de sensaciones contiguas: el espanto, la compasión instantánea, la concientización efímera, y a buscar el próximo, a conmoverse rápido y fácil, salir del trance y seguir el espiral, que hay más destellos para quedar cegado y hacer que lloren los ojos.

Así, todos más tranquilos y campantes, todos más contentos con nosotros mismos. Todos tan sensibles a las horrendas imágenes, todos tan vivos a la hora de escuchar un “chan” que marque dónde hay que reírse en grupo.

Mucho mejor seremos en nuestro padecimiento por el resto, en nuestro dolor colectivo, en la emoción compartida que tanto anhelamos, si nos dejamos sacudir por el impacto, como si fuéramos uno. Hasta que sólo queden falsos destellos epifánicos, que apenas den para una charla de bar idiota en la que cuestionemos la veracidad de la llegada del hombre a la luna con el mayor de nuestros cinismos, con nuestra mejor y más estúpida jactancia, que teníamos reservada para esa gran oportunidad, y que lucimos orgullosos.

Estoy enterado, estoy conmovido, estoy tranquilo. Se parece un poco a estar narcotizado, pero estoy bien.